Humo líquido, un sable chino, la
foto de una vaca perdida en la playa de Uruguay. Esos fueron algunos de los
regalos que nos hizo nuestro amigo que se suicidó ayer. Aunque ya casi no
ejercía, su profesión era de fotógrafo. Cada relato de sus amigos incluye
distintas formas en las que desplegaba su minuciosidad: en la cocina, en la
limpieza, en el cuidado de su única hija. Desde que no sacaba fotos la realidad
le exigía la mayor perfectibilidad de lo cotidiano, eso lo aliviaba y lo hacía
sentir que tenía las cosas bajo control.
Era el menor entre tres hermanas.
Era el nene. Hasta los cuarenta años, hasta el momento que cometió el crimen
contra sí mismo su nombre fue usado por todos, su familia y sus amigos, con
diminutivo. No había querido seguir en el negocio del padre es por eso, la
fotografía fue su forma de rebelarse contra un patriarca del que no llegué a
saber demasiado, solo algunos detalles sobre su rectitud y que unas semanas
antes de su muerte había tenido algunos intentos de matarse el hombre mayor que
se llamaba igual que él. En la casa familiar de origen conservaba un cuarto oscuro. En esta competencia por la muerte el hijo le ganaría al fin en algo al padre que también portaba su nombre pero sin el diminutivo.